La Tumba

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Las gotas caían despacio y se deslizaban con parsimonia por la sucia y vieja lápida. No había flores que la adornaran ni nadie que fuera a llorar a su inquilino. Era la tumba más solitaria del cementerio. La inscripción era ilegible y todos habían olvidado quien la habitaba. Mirarla producía escalofríos.

Algunos decían que estaba ahí desde antes de que el pueblo se fundara. Otros decían que había brotado desde las entrañas del infierno. Nadie sabía cuál de las dos historias era la cierta, y nadie se atrevía a desmentir ninguna.

Una mañana, antes de que empezara la jornada, el pueblo despertó alarmado por los gritos del sepulturero. Balbuceaba sin sentidos, estaba claro que había perdido la razón y que estaba lejos de recuperarla.

Ante el gran misterio que suponía la repentina locura del sepulturero, los más valientes formaron una cuadrilla para investigar el cementerio. Todos iban armados con escopetas y con el valor que tienen los que se sienten superiores al resto.

El sol empezaba a calentar el día cuando llegaron al cementerio. El calor había calado en el grupo y el sudor caía por la frente de cada valiente. La sangre les hervía furiosa en las venas y la piel les ardía.

Subieron jadeando la colina donde estaba la solitaria tumba y, al llegar, el calor desapareció. La sangre y el sudor se les había congelado: la tierra que cubría la tumba estaba removida.

Ese día todos se despidieron de su cordura,  ese día yo llegué al pueblo.

 

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